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El médico y la Muerte

Última actualización el 02/mayo/2020

La Catrina. José Guadalupe Posada a 100 años de su muerte.

Cuando uno ingresa a la carrera de Medicina, dentro de sus objetivos además de ayudar a los demás está el idílico sueño de vencer a la Muerte. He decido hablar de ella así, con mayúscula, pues merece respeto, se ha ganado a pulso la letra capital de su nombre, nuestra eterna compañera en andanzas dentro de los pasillos del hospital, en el consultorio y en las visitas a domicilio.

La Muerte es lo único que tenemos seguro al nacer, lo incierto es cuando llegará, todos esperaríamos encontrarnos con ella al llegar a la vejez pero sabemos perfectamente que puede llegar cualquier día, quizás al poner el punto final a esta columna visite mi hogar y sea ella quien ponga en definitiva el último punto de mi vida.

Mucho se habla del poco “respeto” que le tiene el mexicano ante la Muerte. Decimos que nos reímos de ella, que nos burlamos ante su rostro de hueso y su ojos huecos, pero ¿realmente le tenemos tan poco temor? Me temo que no es así, creo que como mexicanos reuimos de hablar de ella, disfrazamos nuestros miedos con chistes y bromas, con representaciones caricaturescas y dulces de calavera, pero poco pensamos en la muerte. La cultura en nuestro país en torno al final de nuestros días ha hecho que pensemos poco en ella y tal vez seamos los que menos preparados estemos para recibirla.

Como médico me enfrento a ella día a día y ha sido sin lugar a dudas una mis grandes maestras, sino es que quizás la mejor de todas. Sin proponérmelo, en estas fechas me encuentro leyendo un libro que embona perfectamente con los temas de la Muerte y el sufrimiento, que desnuda la naturaleza del hombre con el dualismo entre la solidaridad y el egoísmo, me refiero a La peste de Albert Camus. Sin lugar a dudas el novelista francés logra entender la esencia humanista del médico, mejor incluso, que los mismos galenos.

En un diálogo cercano a la mitad del libro, el dr. Rieux explica a Tarrou el por qué dedicarle tanto tiempo a los hombres, a atender el sufrimiento ajeno cuando ni siquiera tiene el aliciente de la religión ya que el médico se ha declarado ateo. Me permito transcribirlo, no en forma exacta, sino quitando los adornos literarios y descripciones de las escenas, manteniendo únicamente la conversación que considero esencial para entender mi idea:

Dr. Rieux: He vivido demasiado en los hospitales para gustarme la idea del castigo colectivo. Pero, ya sabe usted, los cristianos hablan así a veces, sin pensar nunca realmente. Son mejores de lo que parecen.

Tarrou:       Usted cree, sin embargo, como Paneloux (Nota del transcriptor: Sacerdote jesuita muy preparado y líder en la comunidad de Orán, donde se desarrolla la historia) , que la peste tiene alguna acción benéfica, ¡que abre los ojos, que hace pensar!

Dr. Rieux: Como todas las enfermedades de este mundo. Pero lo que es verdadero de todos los males de este mundo lo es también de la peste. Esto puede engrandecer a algunos. Sin embargo, cuando se ve la miseria y el sufrimiento que acarrea, hay que ser ciego o cobarde para resignarse a la peste.

Tarrou:       ¿Cree usted en Dios, doctor?

Dr. Rieux: No, pero, eso ¿qué importa? Yo vivo en la noche y hago por ver claro. Hace mucho tiempo que he dejado de creer que esto sea original.

Tarrou:       ¿No es eso lo que le separa de Paneloux?

Dr. Rieux: No lo creo. Paneloux es hombre de estudios. No ha visto morir bastante a la gente, por eso habla en nombre de una verdad. Pero el último cura rural que haya oído la respiración de un moribundo pensará como yo. Se dedicará a socorrer las miserias más que a demostrar sus excelencias.

Tarrou:       ¿Por qué pone usted en ello tal dedicación si no cree en Dios?

Narrador:   Sin salir de la sombra, el doctor dijo que había ya respondido, que si él creyese en un Dios todopoderoso no se ocuparía de curar a los hombres y le dejaría a Dios ese cuidado. Pero que nadie en el mundo, ni siquiera Paneloux, que creía y cree, nadie cree en un Dios de este género, puesto que nadie se abandona enteramente, y que en esto por lo menos, él, Rieux, creía estar en el camino de la verdad, luchando contra la creación tal como es.

Tarrou:       ¡Ah! Entonces, ¿esa es la idea que se hace usted de su oficio?

Dr. Rieux: Poco más o menos -dijo el doctor volviendo a la luz. Sí, usted dice que hace falta orgullo, pero yo le aseguro que no tengo más orgullo del que hace falta, créame. Yo no sé lo que me espera, lo que vendrá después de todo esto. Por el momento hay unos enfermos a los que hay que curar. Después, ellos reflexionarán y yo también. Pero lo más urgente es curarlos. Yo los defiendo como puedo.

Tarrou:       ¿Contra quién?

Dr. Rieux:  No sé nada, Tarrou, le juro a usted que no sé nada. Cuando me metí en este oficio lo hice un poco abstractamente, en cierto modo, porque lo necesitaba, porque era una situación como otra cualquiera, una de esas que los jóvenes eligen. Acaso también porque era sumamente difícil para el hijo de un obrero, como yo. Y después he tenido que ver lo que es morir. ¿Sabe usted que hay gentes que se niegan a morir? ¿Ha oído usted gritar: «¡Jamás!» a una mujer en el momento de morir? Yo sí. Y me di cuenta en seguida de que no podría acostumbrarme a ello. Entonces yo era muy joven y me parecía que mi repugnancia alcanzaba al orden mismo del mundo. Luego, me he vuelto más modesto. Simplemente, no me acostumbro a ver morir. No sé más. Pero después de todo….

Tarrou:       ¿Después de todo?

Dr. Rieux:  Después de todo… esta es una cosa que un hombre como usted puede comprender. ¿No es cierto, puesto que el orden del mundo está regido por la muerte, que acaso es mejor para Dios que no crea uno en él y que luche con todas sus fuerzas contra la muerte, sin levantar los ojos al cielo donde Él está callado?

Tarrou:       Sí, puedo comprenderlo. Pero las victorias de usted serán siempre provisionales, eso es todo.

Dr. Rieux:   Siempre, ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar.

Como médicos debemos aprender que la muerte no es el enemigo a vencer, es la propia indiferencia del ser humano ante ella y ante la vida. Es la apatía por el sufrimiento del otro. La Muerte en realidad nos pone cerca de la esencia del ser humano, es en ese momento en que descubrimos al hombre, sus sentimientos.

Es la Muerte y la miseria como dice Camus a través de Rieux que aprendemos de la vida, que la valoramos. No podemos acabar con ella, pero podemos disfrutar gracias a ella. Cuando pensamos en la Muerte comprendemos que es importante cada segundo que respiramos, que tenemos la oportunidad de crecer, de trascender. Tal vez no exista realmente una vida después de la Muerte, pero podemos dejar huella a través de nuestras acciones durante nuestro paso por la tierra.

-¿Quién le ha enseñado a usted todo eso, doctor?

La respuesta vino inmediatamente.

-La miseria.

La Peste, Albert Camus

Publicado previamente en La Jornada Aguascalientes